Recuerdo ese día, y sé que a veces lo recreo. Si lo traigo hoy al presente es por si pudiera servirme para entender la compulsión de amar, de amor, que a veces siento, que me empuja y me divide.
Era el año 81 u 82, en Vitoria. Yo estaba allí estudiando, y para ayudarme daba clases de euskera. Y sería mayo, más o menos, estábamos ya a final de curso. Había una fiesta. Y yo había quedao con una chica de Elgoibar con la que ya me había enrollado una noche anterior (esa es otra historia que tal vez luego cuente). No recuerdo su nombre. Recuerdo sus pequeños dientes, su pelo negro, su alegría, su manera de moverse encima de mi cuerpo.
Hacía sol, estábamos al aire libre. Nos encontramos, nos besamos, nos decíamos cómo nos gustaba aquello, cómo disfrutábamos de nuestros cuerpos de veinteañeros.
Nos perdimos detrás de algún lugar, y dejamos que la pasión se adueñara de nuestras manos, de nuestros dedos, que las bocas sirvieran más que para hablar, que mis piernas sostuvieran su peso balanceándose. Hicimos el amor como dos animales en celo, como dos condenados que saben que no se van a ver en mucho tiempo (y de hecho fue la última vez que la vi). Tal vez serían las 5 de la tarde cuando acabamos; ella se tenía que ir.
Me despedí con un beso pasional. Supongo que me iría a un bar, a recuperar líquidos. Y no recuerdo si fue en el mismo bar, o ya fuera, me encontré con Pili. Pili había sido alumna mía ese año. Empezamos a hablar. Y me empecé a fijar en ella. Vestía tirando a un poco pija: entre elegante y provocativa, su melena morena empezó a llamar a mis dedos, que pronto se enroscaron en su guedeja. Se dejó hacer. Una sesión de masaje en la cabeza. Se recostó sobre mí. Y me confesó que yo le gustaba. Mi ego se sintió reconfortado, y mis hormonas volvieron a funcionar. Pronto llegaron los besos suaves por el cuello, el juego de rozarse las puntas de la nariz, para acabar deslizando unos labios contra otros, muy suavemente, sin prisa, como sabiendo que no había adonde ir, que estar allí ya era suficiente. Nos marchamos a casa, estaba cerca, y por suerte había ascensor. Nos regalamos dos o tres horas el uno al otro. Era ya casi de noche cuando salimos. Pili se marchó a su casa (esa fue la última vez que la vi), y yo me acerqué de nuevo a la fiesta, con ánimo de cenar algún bocadillo.
Allí me encontré con más conocidos; estuvimos bailando y bebiendo. Y claro, otra chica. Y de esta chica no recuerdo ni su nombre ni de quién era alumna, sólo sé que no era alumna mía, que era mayor que yo (tendría unos treinta), de pelo corto y deseo largo. Es como si la imagen llegara cuando ya estábamos hablando: los prolegómenos, con lo que a mí me gustan, se me han desdibujado. No recuerdo cómo nos presentamos, ni en qué momento decidimos que las manos del otro se podían coger y acariciar. Entre baile y cerveza, también las bocas se buscaron,los cuerpos se pegaban rozándose, recuerdo que me mordía los lóbulos de las orejas, y se me erizaba todo (qué cosas recordamos, cuántas olvidamos). Sus pechos eran pequeños, su culo respingón, casi de mi altura (y yo mido 1,80), y creo que tenía los ojos claros. Pero en todo caso, su mirada era ardiente. No hablamos mucho. Nos dejamos llevar. Fue mi compañera por el resto de la noche. Y tampoco volví a verla después. Ese fue mi último año en Vitoria. Una novia me esperaba en Getxo. Aunque la perdí: se marchó con otro (pero eso también es otra historia).
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